América Latina

11 septiembre, 2014

Chile, aquel 11 de septiembre de 1973

Por Manuel Martínez. Fue un día trágico, un día de dolor y de furia, de movilización en todos los rincones de Nuestra América y en diversos lugares del mundo. Un sanguinario golpe de Estado, preparado desde tiempo antes por la Central de Inteligencia Americana (CIA) junto con la mayoría de los mandos de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, irrumpía imparable en este Cono Sur, aplastando el heroico protagonismo del pueblo chileno, cobrando miles de víctimas.

Por Manuel Martínez. Fue un día trágico, un día de dolor y de furia, de movilización en todos los rincones de Nuestra América y en diversos lugares del mundo. Un sanguinario golpe de Estado, preparado desde tiempo antes por la Central de Inteligencia Americana (CIA) junto con la mayoría de los mandos de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, irrumpía imparable en este Cono Sur, aplastando el heroico protagonismo del pueblo chileno, cobrando miles de víctimas.

El gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende (noviembre 1970-septiembre 1973), rompiendo los esquemas de la izquierda latinoamericana, había ensayado la “vía chilena” al socialismo, también llamada “vía pacífica”.

Había ensayado una revolución social, a su manera, utilizando las instituciones de la democracia burguesa y también apoyándose en una institucionalidad paralela que fue surgiendo con la movilización popular. Se proponía el socialismo, no como discurso huero sino efectivamente como proyecto concreto de liberación nacional y social, de transformación estructural de Chile. Glosando a Mariátegui, podemos decir que su proyecto se transformó en “creación heroica”, no fue “calco y copia” de algún “modelo” preexistente. Y ese pacifismo tan sostenido por Allende, que bien podríamos adjetivar como pacifismo revolucionario, no significó, ni mucho menos, que la clase trabajadora, el campesinado, las mujeres y los hombres de las callampas (asentamientos “informales”), en fin, el pueblo pobre no se organizara y luchara a brazo partido contra el imperialismo y los llamados momios (en referencia a las momias egipcias: la burguesía y sus secuaces).

La llegada al gobierno de la Unidad Popular no había sido nada fácil. En las elecciones de 1970, Allende logró el 36,6% de los votos; el anciano candidato de la derecha, Jorge Alessandri 34,9%, y el de la Democracia Cristiana, Radomiro Tomic 27,8%. El Congreso debía ratificar al candidato con mayor votación, pero esto sólo fue posible mediante un “pacto de garantías” exigido por la Democracia Cristiana para darle sus votos. Es necesario agregar que el presidente estadounidense Richard Nixon, por medio de la CIA, había ordenado impedir el acceso de Allende a la Presidencia.

Puede decirse, desde una óptica netamente institucionalista, que ese gobierno socialista llegó muy condicionado. Lo cierto, sin embargo, es que llegó en medio de una gran efervescencia de la lucha de clases, de un proceso de radicalización social que desde el principio arrinconó a la burguesía y a sus representantes políticos. El gobierno de la Unidad Popular nacionalizó el cobre -principal recurso minero de Chile-, nacionalizó la banca llegando a controlar el 90% del crédito, profundizó la reforma agraria, estatizó áreas claves de la economía (en particular de las empresas que detenían su producción), congeló los precios y aumentó los salarios. Debemos recordar que, en 1971, en las elecciones municipales, la Unidad Popular obtuvo cerca del 50% de los votos. Tales medidas y estos resultados electorales abrieron un singular proceso de polarización y de confrontación entre los momios poderosos, con el apoyo de sectores de la clase media, y el pueblo pobre.

La polarización político-social se traduciría en los famosos “cacerolazos” de las momias, en el desabastecimiento, la famosa huelga patronal de camioneros de 1972, los conflictos con el Poder Judicial que ordenaba la devolución de las empresas expropiadas, pero se expresaría también, sobre todo, con la campaña reaccionaria de los principales medios de comunicación. Todo esto, desde luego, configuró un nuevo escenario, abriéndose una enorme crisis desestabilizadora.

El gobierno respondió con la creación de las Juntas de Abastecimiento y Precios, movilizando a al pueblo contra el sabotaje de la burguesía. El pueblo, la clase trabajadora, se organizó en los memorables cordones industriales, materializando el poder popular y demostrando que no estaban de brazos cruzados. Se impulsaron –una vez más– asambleas de base para decidir qué hacer, cómo organizarse ante la arremetida de la derecha, se abrió un debate sobre las perspectivas del proceso en curso, abundaron las críticas, pero nunca se renunció a defenderlo. Tal polarización, sin embargo, no lograría que los de abajo impusieran sus condiciones, es decir la soberanía popular, la libertad, la belleza, tan ansiada belleza de la liberación.

Así, lo que fue gran esperanza para América Latina, aquel socialismo emancipador que se proyectó “a la chilena”, no logró, no pudo, no consumó su triunfo. Faltó más tiempo, seguramente. Faltó también, posiblemente, que esa institucionalidad paralela se empoderara realmente, mucho más. El propio Fidel Castro -que simbólicamente le había regalado una metralleta a su amigo Salvador Allende- al finalizar su visita a Chile en 1971 dijo en su discurso de despedida: “No estamos completamente seguros que en este singular proceso el pueblo chileno ha estado aprendiendo más rápidamente que los reaccionarios”.

En otro plano, Michael Löwy, quien considera que Salvador Allende “aparece como un gigante”, señaló tiempo después: “La historia nunca se repite, pero las lecciones de la experiencia de los años 1970-1973 y sobre todo la de los cordones industriales, la tentativa de crear un ‘poder popular’ que no fuera prisionero de los límites de la política parlamentaria y estatal, merecen ser conocidas por las nuevas generaciones de militantes obreros y socialistas que buscan una alternativa radical al neoliberalismo y a la dominación imperialista en América Latina”.

Víctor Jara, el cantor popular, la voz del pueblo de Chile, como tantos/as otros/as fue encerrado en el Estado Nacional de Santiago convertido en campo de concentración por Pinochet. Sufrió más que otros, sufrió porque la cultura popular debía ser aplastada, le cortaron las manos y la lengua. Pero sus versos, su voz, su sonrisa, su canto a la vida nunca se nos fueron: “Mi canto es de los andamios / para alcanzar las estrellas, / que el canto tiene sentido / cuando palpita en las venas / del que morirá cantando / las verdades verdaderas, / no las lisonjas fugaces / ni las famas extranjeras / sino el canto de una alondra / hasta el fondo de la tierra”.

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