Cultura

15 octubre, 2014

El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado

En un loteo fracasado de una imprecisa región conurbana conviven Caín y Abel, trabajando el terrenito. Ese edén berreta de los años 50 será el escenario de Terrenal, pequeño misterio ácrata, la última maravilla teatral de Mauricio Kartun.

En un loteo fracasado de una imprecisa región conurbana conviven Caín y Abel, trabajando el terrenito. Ese edén berreta de los años 50 será el escenario de Terrenal, pequeño misterio ácrata, la última maravilla escrita y dirigida por Mauricio Kartun, quien retoma las fuentes bíblicas, en una suerte de continuidad con su anterior propuesta teatral, Salomé de chacra. Cómo en ésta, último eslabón de una suerte de “tríptico patronal” (completado por El niño argentino y Ala de criados), también aquí se recupera una escena religiosa para releerla en su traducción pampeana.

El de Caín y Abel es uno de los mitos fundacionales de la subjetividad occidental moderna. Entre otras cosas porque se trata del segundo mito luego de la creación del mundo contada por la Biblia (el primero es el de Adán, Eva, la invención del lenguaje, la tentación, el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal e, inevitablemente, la caída). Y aquí aparece ya no sólo de la infracción a la ley del padre sino el primer crimen de la historia, un fratricidio. Pero en la versión de Mauricio Kartun, Jehová no es ese dios primitivo y resentido del Antiguo Testamento sino un mucho más interesante y querible folclorista más bien libertario, borrachín y vitalista, mientras que los hermanos en disputa se van construyendo en base a una serie de oposiciones en las que Abel representa al espíritu nómade, despreocupado y poético y Caín encarna todas las miserias, preocupaciones y temores de un burgués en ciernes, amante del orden y la disciplina.

Llegar a esta versión gauchesca, cirquera y herética del mito bíblico exigió recorrer un largo camino. En el libro sagrado del cristianismo, la historia de Caín y Abel ocupa algo menos de una página. Apenas se cuenta que, recién expulsado del Edén, Adán “conoce” a Eva y engendran a su primogénito, Caín, seguido al poco tiempo por Abel. “Y Abel fue pastor de ovejas y Caín fue labrador de la tierra”. Así, andando el tiempo, ambos deciden alabar al Creador ofrendándole los frutos de su trabajo. Uno presenta “primogénitos de sus ovejas” y el otro “frutos de la tierra”. Dios mira con agrado los primeros y desprecia los segundos. Caín, frustrado, mata a Abel.

En heréticas discusiones infantiles con mi padre en torno al mito bíblico, bancábamos indudablemente a Caín. Después de todo, era el único que había laburado en serio. No es lo mismo arar, sembrar, cuidar los campos y cosechar que pastorear y tocar la flauta tirado abajo de un árbol mientras las ovejas se reproducen. Claramente Jehová era un dios injusto, caprichoso, humano. Si la injusticia es ley, la rebelión es justicia. No soy el guardián de ese forro. El hermano que introdujo el homicidio en el mundo opera en este esquema como una especie de símbolo de la justa y necesaria rebeldía prometeica contra unos dioses imperfectos.

Claro, no habíamos leído a Flavio Josefo, el historiador judío asimilado por los romanos y exégeta de la Biblia, quien en sus Antigüedades de los judíos (año 93 de la era cristiana) explica el incomprensible favoritismo divino de la siguiente manera: “Dios se regocijó más con este último sacrificio, porque era más honrado con lo que crecía espontáneamente en la naturaleza, que con lo que era un producto forzado de la invención de un hombre avaro”. Luego ahonda en esta dicotomía entre lo “natural” representado en Abel y lo “artificial” cultivado por Caín comentando que, con la maldición y la marca divinas a cuestas, finalmente el errante se establece y construye ciudades amuralladas en las que incrementa “sus posesiones domésticas y su riqueza pecuniaria mediante la rapiña y la violencia” y, sobre todo, que allí “alteró la simplicidad de la primitiva vida de los hombres creando las medidas y las pesas; la vida inocente y generosa del hombre cuando ignoraba esas cosas se convirtió en un mundo de astucia y artería”.

Kartun parte de esta oposición de arquetipos sugerida por la exégesis flaviana (enriquecida por los eruditos comentarios al respecto de Los mitos hebreros, de Robert Graves y Raphael Patai), para construir  una nueva versión del mito, en la que Caín no es Prometeo sino el protocapitalista ideal, preocupado ya desde antes del fratricidio por delimitar, pesar, medir, estandarizar, cumplir la ley y, sobre todo, trabajar noche y día. El creador del “patrón morrón” considera que lo mejor que se puede hacer para honrar a un padre ausente es producir y mercar para ir haciéndose de un capitalito. El capital, como el padre, es sagrado. De hecho, al regreso del Tatita le va a proponer una “sociedad”. Este hermano laborioso y protestante (en todo sentido, porque también es el que se la pasa quejándose) no puede comprender al desarrapado Abel, quien sólo se preocupa por dormir y bailar, mientras se garantiza unas monedas para el sustento diario vendiendo isocas a la vera de la ruta como carnada para los pescadores que van al Tigris.

La espera becketiana de los hermanos ha llevado las diferencias entre ambos al borde de la ruptura más de una vez en sus 20 años de abandono paterno en el loteo, hasta que “el regreso del Tata pródigo” desencadena el inevitable final. El Tata, sacralizado por Caín en ausencia, acaba siendo un viejo folclorista anarquista y atorrante, amante del vino, de las chinas, de la música, de la juerga y de la filosofía. Todas ocupaciones improductivas a más no poder. Lógicas como las del “dolce far niente” y la de la racionalidad productiva capitalista se excluyen y una de ellas será la que, condenada, acabará colonizando el mundo, al este y al oeste del Paraíso. Pero, como al Tatita también le interesa la dialéctica, la progenie de Caín siempre tendrá también algo de Abel (la explicación kartuniana de los parentescos originales es más convincente que la bíblica, que no acaba de aclarar de dónde sale la mujer con la que Caín se reproduce en la famosa región de Nod).

Lo proteico de este mito milenario se manifiesta también en su flexibilidad, que le permite a Kartun reflexionar a través de él sobre este capitalismo globalizado de principios del siglo XXI. Y, como siempre en las obras del autor de Sacco y Vanzetti, la reflexión no es apolítica ni pretende neutralidad. Aquí hay bronca y se toma partido claramente. De la boca del buen burgués Caín salen máximas y lapidaciones que bien podrían ser los de nuestra derecha menos cuidadosa. Mientras predica “Ora y labora”, despotrica contra los negros vagos que, como los escarabajos “torito” que proveen de larvas a su hermano, se dedican a “reproducirse” en lugar de a “producir”. Caín se queja y se queja. De la inseguridad, de la falta de reconocimiento, de la vagancia, de todo. Y no entiende los chistes. La derecha nunca tuvo sentido del humor, ni en el año cero ni hoy.

Este es otro aspecto central de la obra de Kartun: siempre el humor juega un rol fundamental en todos sus dramas. En esta puesta, inspirada explícitamente en la forma teatral clásica del varieté o teatro de variedades, los personajes también pueden ser asimilados a los tres tipos clásicos de payasos: el payaso blanco, el tony y el pierrot. En una entrevista reciente, decía Kartun al respecto: “Al fin, son las tres maneras de entrar en contacto, en diálogo con el espectador: contarle algo, hacer que ría de lo que hacemos, jugar con las emociones, recrearlas”.

El objetivo jodón, emotivo y reflexivo se realiza plenamente gracias al soporte inmejorable de las tres soberbias actuaciones de los protagonistas (casualmente tres Claudios: Martínez Bel, Da Passano y Rissi), pero sobre todo gracias a un texto verdaderamente impresionante. La trabajadísima prosa poética de Kartun carga de nuevos significados y posibilidades a cada palabra, juega con las asociaciones y las resonancias, inventando una jerga decididamente no realista que sin embargo realiza el milagro de fluir naturalmente y de resonar siempre como familiar e íntima.

Mauricio Kartun acaba de recibir numerosos premios en las últimas semanas (premio Radio Nacional a la Trayectoria, el de Honor de Argentores y fue nombrado profesor honoris causa por la Universidad de Buenos Aires), pero esta vez los reconocimientos no han llegado como “premio consuelo” cuando ya la potencia creativa de un autor se ha marchitado sino que, muy por el contrario, han coincidido con el estreno de lo que sólo cabe calificar como una de sus obras cumbre.

Pedro Perucca – @PedroP71

Ficha técnico artística
Autoría: Mauricio Kartun
Actúan: Claudio Da Passano, Claudio Martinez Bel, Claudio Rissi
Asistencia de dirección: Alan Darling
Dirección: Mauricio Kartun

Teatro Del Pueblo
Av Roque Sáenz Peña 943 – Capital Federal
Teléfonos: 4326-3606
Web: http://www.teatrodelpueblo.org.ar
Viernes 21:00 hs, Sábado 21:30 hs, Domingo 20:00 hs
Entrada: $ 100,00

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