7 octubre, 2015
Rosario, la ciudad de la furia
Por Diego Rach, desde Rosario. A un año de la desaparición y muerte de Franco Casco, sumado al reciente caso de Gerardo Escobar, los resortes policiales y judiciales conforman una violencia institucional que continúa reproduciéndose.
Por Diego Rach, desde Rosario. A un año de la desaparición y muerte de Franco Casco, sumado al reciente caso de Gerardo Escobar, los resortes policiales y judiciales conforman una violencia institucional que continúa reproduciéndose.
Se cumple un año de la desaparición de Franco Ezequiel Casco, el pibe de Florencio Varela que en octubre de 2014 visitaba Rosario para reunirse con unos familiares en Empalme Graneros. ¿Quién sospecharía que casi un mes más tarde su cuerpo aparecería sobre la corriente del Paraná, en cercanías del céntrico Parque España?
Poco se conocen las circunstancias exactas de su desaparición y de su fallecimiento, pero las sospechas y las responsabilidades revuelan como negros cuervos sobre la comisaria 7ma de Cafferata al 300, donde se lo vio por última vez con vida.
El reciente caso de Gerardo “Pichón” Escobar no delata sino la crónica de un mecanismo que se repite. La desaparición de un pibe humilde, la aparición de un cadáver en el río, la presencia de la cana, el sembradero de pistas confusas y las camaritas que no estuvieron lo suficientemente sobrias a esas horas de la noche para registrar la escena de una persona que en un momento está y al rato se esfuma, como si se tratase de un truco de magia.
No hay falta de pruebas, hay un ejercicio de violencia institucional
Rosario refleja cada vez con mayor nitidez el paisaje urbano de una violencia soterrada. Existen, sin más, variados tipos de violencia y cada cual merece una nota aparte. Pero la violencia institucional hacia los jóvenes de parte de la policía se lleva a cabo con una constancia que empieza a parecer sistemática y organizada.
La violencia institucional es y no es un oxímoron. Es cierto que está siempre presente en las sociedades, pero a veces se convierte en nuestro peor enemigo. La violencia institucional es paradójica. No es casual que se ejerza principalmente sobre los sectores más excluidos de la sociedad, tampoco es casual que se despliegue en los márgenes de la ciudad. Lo que nos demuestra que no puede tener más que un sentido aleccionador.
La violencia institucional no se practica sólo donde la soberanía del Estado está siendo cuestionada (por ejemplo, por el narcotráfico, que muchas veces es utilizado como excusa para militarizar las barriadas populares). Son prácticas que forman parte de un modo de organizar la sociedad y las ciudades que habitamos, precisamente de organizarlas mediante un ejercicio continuo de la intimidación.
Esta práctica cumple la función de introducir contradicciones en el seno del pueblo, ya que impide que se reconozca fácilmente de dónde viene, quién es el responsable. Introduce contradicciones en la medida en que impide que los sectores populares se reconozcan unos a otros como iguales, y por tanto, que les sea posible organizarse de conjunto. Logra que la violencia interpersonal prolifere y se extienda por todo el entramado social, que el barrio sea un campo de batalla donde entre unos y otros libran una guerra sin miramientos.
Hay violencia institucional cuando un policía no toma la denuncia de una mujer golpeada, cuando levanta un pibe por portación de rostro, cuando tortura un detenido en un rincón oscuro de la comisaria. Hay violencia institucional cuando el poder judicial absuelve a detenidos como “Pescadito” en el caso de Jere, Mono y Patom, cuando les reduce las penas, cuando no garantiza las órdenes de restricción a un marido golpeador, entre otras tantas modalidades de evasión y omisión.
La institución judicial y la institución policial forman parte de un mismo mecanismo. Lo que implícita o explícitamente hay entre ellos es una connivencia, una complicidad.
De ahí que las exigencias de la justicia popular deban ser pensadas en su particularidad. La justicia popular no es el tribunal por otros medios. La justicia popular es la voz de la denuncia, es la que permite unificar a las y los desposeídos de justicia. La que logra que unas y otros se reconozcan, al menos bajo formas que mucha veces son pasajeras y adversas, pero que en su aparición trazan una línea más clara, marcan el lugar de los que salimos a la calle a marchar y los que de una u otra manera callan. En definitiva, la justicia popular viene a clarificar las cosas y viene a politizar el dolor.
Refiriéndose a la violencia que sufren los pibes, un poeta rosarino dijo “les quitan la vida sin una pregunta”. Frase descarnada y triste, pero a la vez real. Sólo la justicia popular puede restablecer lo expropiado y ocupar las calles al grito de un Franco, de un Gerardo y de tantos más.
@tre393
Si llegaste hasta acá es porque te interesa la información rigurosa, porque valorás tener otra mirada más allá del bombardeo cotidiano de la gran mayoría de los medios. NOTAS Periodismo Popular cuenta con vos para renovarse cada día. Defendé la otra mirada.