Batalla de Ideas

23 agosto, 2019

El mundo en llamas y una canción de sirena

Algunas reflexiones sobre el consumismo, y su peligrosa apelación desde la izquierda y el progresismo.

Fernando Toyos

@fertoyos

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Mientras escribo estas líneas, el fuego sigue devorándose al pulmón de nuestro planeta. Este acontecimiento, que destaca por su gravedad y por las sospechas sobre su intencionalidad, es una muestra más de la incompatibilidad entre el capitalismo y la reproducción de la vida tal como la conocemos. La sustentabilidad del capitalismo y la sustentabilidad del planeta se manifiestan crecientemente antagónicas. 

En nuestra región, los procesos progresistas y de izquierda se caracterizan por una fuerte ampliación de la capacidad de consumo de la clase trabajadora, tanto en sus capas más desposeídas como en aquellos sectores medios que, con o sin macrisis,  gozan de ciertos niveles de bienestar. Según Mabel Thwaites Rey y Hernán Ouviña, se trata de un verdadero “pacto de empleo y consumo” que funciona como alfiler de seguridad que legitimó a los gobiernos en cuestión. 

Para quienes no tienen garantizada una vida digna, es claro, el acceso a bienes como un televisor o un celular, sin mencionar una alimentación y vivienda dignas, supone una conquista a reivindicar. ¿Qué sucede -sin embargo- cuando, una vez superado el umbral de las necesidades básicas, la ampliación del consumo se convierte en la traducción privilegiada (si no la única posible) para la famosa ampliación de derechos? ¿Hasta dónde es válido que los proyectos que se reivindican populares apuesten al consumo? ¿Qué riesgos contraen al hacerlo? 

Para empezar a construir una respuesta, invariablemente provisoria, es bueno volver a Marx: ¿qué dijo el padre del socialismo científico sobre el consumo? El capítulo I de El Capital desarrolla el concepto de “fetichismo de la mercancía”, idea que explica muchos de los mecanismos ocultos, subterráneos, que se movilizan al interior de esa relación social que es el consumo. 

En el capitalismo, dice Marx, la riqueza social se nos presenta como un cúmulo enorme de mercancías. Estas mercancías -comida, ropa, vivienda, y un largo etc.- comparten la característica de tener, entre sus componentes, cierta cuota de trabajo humano. Están hechas, en mayor o menor medida, de trabajo. “¿De dónde brota, -se pregunta Marx- el carácter enigmático que distingue al producto del trabajo no bien asume la forma de mercancía? Obviamente, de esa forma misma. La igualdad de los trabajos humanos adopta la forma material de la igual objetividad de valor de los productos del trabajo; (…) por último, las relaciones entre los productores, en las cuales se hacen efectivas las determinaciones sociales de sus trabajos, revisten la forma de una relación social entre los productos del trabajo”. 

Las personas nos cosificamos y las cosas se personifican, sintetiza el filósofo e investigador Néstor Kohan. Ejemplos se encuentran por miles si nos ponemos a mirar publicidad: las zapatillas que te hacen correr como Usain Bolt, toda la gama de productos -desde desodorantes hasta autos- que nos vuelven (patriarcado alert) sexoafectivamente deseables. La cosa construye a la persona, la mercancía produce a su consumidor.

¿Cómo se articula esta característica, estructural de la sociedad capitalista, con la dimensión específica de la estatalidad durante los gobiernos progresistas y de izquierda? La cuestión radica en las y los sujetos: cómo se piensa, desde el Estado y las organizaciones, a quienes habitan la realidad social y -en una relación de constante ida y vuelta- qué subjetividades se apunta a construir. 

No es lo mismo pensar en el “hombre nuevo” del Che, aquel que se autoeduca en los nuevos valores que la sociedad futura construye a su paso, que “el ciudadano”, una suerte de envase vacío en el que se alternan -diría el intelectual marxista John Holloway- “la rígida separación entre la muerte del trabajo alienado y la ‘vida’ del consumo”.

La expansión del consumo ha funcionado -en el keynesianismo clásico y en el “neokeynesianismo”- como sucedáneo que compensa una alienación cada vez mayor en el proceso de trabajo. En el siglo pasado esta alienación aparece representada en la cadena taylorista de montaje, en nuestros días tenemos un paisaje variopinto de atomización y precarización de la vida, desde el boom de los call-centers hace unos 15 años, hasta el “novedoso” trabajo de plataformas. 

El compositor y docente Ricardo Capellano plantea que la función esencial del arte es la desalienación. Este columnista puede pensar en otras formas colectivas de retornar al centro de uno mismo: la religión, el fútbol, una buena manifestación política, el amor, y alguna que otra más. Todas ellas están en baja, en estos tiempos de realismo capitalista. 

En su lugar, gana terreno el consumo, esa forma artificial de “contacto con lo divino”, cuya satisfacción se retira casi tan rápido como llegó, y siempre, siempre, nos deja deseando más. Nos promete una conexión con “nuestra identidad”: por esto, y solo por esto, un café en Starbucks, o los dispositivos electrónicos de la manzanita, cuestan mucho más de lo que valen. 

El capital, como relación social, funciona despojándonos de algo que era nuestro, para luego ofrecernos otra cosa en su lugar. Es un intercambio en el que siempre salimos perdiendo. 

Ante tanto despojo, el consumo no es mucho más que un premio consuelo. Es preciso contrarrestar la tendencia histórica a la atomización alienante de quienes movemos al mundo con nuestro trabajo. Así estaremos menos pendientes al último modelo de determinado bien de consumo, redundando -además- en un planeta más sustentable.

La apuesta, desde los procesos progresistas y de izquierda, a construir un tipo de ciudadano-consumidor conlleva el riesgo de minar progresivamente la propia legitimidad y engendrar, si no al propio sepulturero, al menos a aquellos que -ante eventuales ajustes de la capacidad de consumo- podrán ser seducidos por quien les prometa “no perder nada de lo que tienen” e ir por más.

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