Batalla de Ideas

25 mayo, 2020

De pestes y violencias sociales: novedades de una historia repetida

Desde el comienzo de la pandemia, distintos hechos de de escrache, estigmatización, discriminación, acoso y amenazas se sucedieron en Argentina. ¿Cuál es la relación entre esos episodios de violencia, las categorías sociales vigentes desde antes de la pandemia y las estructuras que moldean a la sociedad argentina?.

Juan Pablo Matta*

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Desde que se iniciara el proceso de propagación de lo que ha sido conocido a nivel mundial como COVID-19 en tanto enfermedad, y SARS-CoV-2 como su virus causante, y que el 11 de marzo de 2020 llevará a la Organización Mundial de la Salud a declararla como pandemia, en la Argentina distintos episodios de escrache, estigmatización, discriminación, acoso y amenazas a personas sospechadas o confirmadas de esta enfermedad (a sus familiares, vecinos/as y compañeros/as de trabajo) y agentes de salud vinculados a su atención fueron ganando terreno en distintas regiones y áreas del país. Esto fue dando forma a una dramática modalidad del sufrimiento que se anexaba a la que la propia enfermedad ya suponía: intimaciones a profesionales de la salud para que abandonaran sus lugares de residencia; circulación de rumores en donde se acusa y expone a personas que por alguna razón -la mayoría de las veces no muy razonables- se sospechaba que podían haber contraído la enfermedad; amenazas a la integridad física de personas; incineración de automóviles; apedreada de autos, casas y ambulancias; impedimento para el uso del transporte público al personal sanitario; mal trato a pacientes sospechados de COVID-19 responsabilizando de su situación; difusión o exposición de datos personales en redes sociales y medios periodísticos, entre muchas otras.

Estos episodios de incriminación social en contextos de pandemia no parecen una novedad. La historia de Occidente es rica en situaciones similares en donde las desgracias han sido interpretadas como el resultado de un tipo de comportamiento considerado “inmoral” que debe ser de algún modo sancionado, corregido o eliminado. Ya en la tragedia griega, Sófocles (430 a. C.), narraba como Edipo Rey era expulsado de la ciudad de Tebas por ser considerado responsable de la epidemia que azotaba a la ciudad. El oráculo había indicado que la enfermedad era un castigo divino ejecutado por los dioses por no haber vengado la muerte de Layo, el antiguo rey de la polis. Edipo, en su condición de sucesor del rey de Tebas inicia una indagación desesperada para atrapar al criminal y así liberar a Tebas de su desgracia descubriendo en el periplo que él mismo había sido el asesino de Layo y que además, éste era su padre. Consternado por su trágico destino, Edipo se lastima los ojos, y ciego abandona la ciudad, acompañado por su hija Antígona. Toda la trama se asienta en la búsqueda de la razón moral de una peste.

Por su parte, la denominada peste negra (bubónica) que azotó Eurasia durante el siglo XIV y cuyo número de víctimas fatales se estima en más de 25 millones de personas, fue escenario de numerosas crueldades cometidas sobre población que había sido señalada como responsable de la desgracia. En este contexto, en algunas partes de Europa se acusó a los leprosos de propagar la enfermedad y en otras los cristianos acusaron a los judíos de haber envenenado el agua que se utilizaba en las ciudades. Las crónicas de la época indican que miles de judíos -hombres, mujeres y niños- fueron encerrados prendidos fuego en grandes estructuras de madera construidas para tal fin. En 1321, el papa había ordenado el encarcelamiento de los leprosos acusándolos de haber echado polvos venenosos en las fuentes, los pozos y los ríos para transmitir la lepra a los sanos y asumir el poder. Ese mismo año el Rey Felipe V de Francia promulgó un edicto (Edicto de Poitiers) para el exterminio de los leprosos. Los que confesaran morían quemados. Los otros serían torturados hasta que confesasen y luego quemados. Los que se negasen a reconocer la culpa serían apartados de la sociedad.

En un contexto más próximo, las epidemias de fiebre amarilla y cólera durante el período 1867-1871 en la ciudad de Buenos Aires también movilizaron crueles interpretaciones sociales del contagio del que luego se supo que en verdad, provenía de un único vector, el mosquito Aedes aegypti. Dichas interpretaciones, elaboradas principalmente por las clases altas porteñas -que en su mayoría huyeron a los autoproclamados “pueblos salubres”- responsabilizaban por la propagación de la enfermedad a los habitantes de los conventillos que eran señalados como los “focos de infección” y “lugares de pestilencia”.

El actual despliegue y desarrollo de la enfermedad COVID-19 en el país vuelve a mostrar episodios de violencia anclado en mecanismos de acusación social agravando aún más situaciones que de por sí ya son muy graves. Se renueva así la necesidad de ampliar la comprensión de estos procesos para poder sino evitar, al menos mitigar los efectos que estas circunstancias conllevan. La necesidad de conectar analíticamente lo que se sabe con lo que no y poder saber qué elementos singularizan este nuevo episodio de desdicha humana.

Sabemos, por las crónicas del pasado, que en tiempos de crisis como en el actual, se producen crueles acusaciones y hostigamientos que a modo de chivos expiatorios buscan desplazar culpas, calmar angustias, o rellenar vacíos de sentido mediante la aplicación de condenas sobre personas y grupos de personas indicados como responsables. Sabemos también que estos mecanismos se producen sobre la base de categorías sociales vigentes -de humanidad, ciudadanía, justicia, dignidad, responsabilidad, enfermedad, contagio, etc.- que son actualizadas -no creadas- en el contexto de la pandemia. Finalmente, las ciencias sociales nos han mostrado que la medida y características de estos episodios están dados por el tipo de sociedad en donde se producen; su composición, estructura y la naturaleza de sus relaciones.

Ahora bien; ¿qué trae de nuevo todo esto? Al inicio de esta infausta experiencia humana circularon números discursos que presagiaban distintas versiones de una especie de idea de “cambio positivo”. La posibilidad de una propagación del contagio que no distinguiera entre clases sociales o que incluso invertiría la habitual lógica de distribución social del sufrimiento (“El coronavirus es el ébola de los ricos”, reza una carta pública de los médicos de Bérgamo); la unificación moral -y política- del pueblo argentino; una especie de inversión abrupta de las relaciones de fuerza que unen la idea de humanidad con la de naturaleza en donde está última habría corregido un destino “ambiental” nefasto ocasionado por la primera, entre muchas otras.

La evidencia empírica y el concomimiento científico acumulado no parecen apoyar tan arriesgadas hipótesis. Mucho menos después de los últimos acontecimientos en los que la propagación del virus ingresó a las zonas más vulnerables del país, tanto de la periferia metropolitana como en el contexto de distintas comunidades indígenas. Por el contrario, muestran que las estructuras sociales, sus prácticas y categorías, suelen ser más fuertes de lo que se supone y tienen la capacidad de volver a “su lugar” o incluso potenciar, las desigualdades sociales preexistentes una vez que las crisis epidemiológicas pasan.

Sin embargo sí es cierto que en el marco de este cuadro de repetición se presentan una serie aspectos novedosos que resulta imperioso comprender. ¿Cuál es la relación entre esos episodios de violencia, las categorías sociales vigentes desde antes de la pandemia y las estructuras que moldean a la sociedad argentina? Estas preguntas nacidas de lo que ya sabíamos pueden conducirnos a lo que aún necesitamos conocer. Ese esfuerzo es el que en estas circunstancias nos mueve a algunas/os científicas/os sociales en el país.

*Investigador Adjunto del CONICET. Director del Grupo de Estudios Socioculturales del Conflicto-UNICEN

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